domingo, 28 de marzo de 2010

Otras notas sobre política y estética cinematográfica. A la búsqueda del sitio justo de lo político.


Nos gustaría contestarle a la persona que nos sigue desde Buenos Aires (y de paso agradecerle su interés). Se identifica como E y que plantea una pregunta sobre el último artículo: Notas sobre la ambigüedad política y las trampas del montaje cinematográfico. Traemos el comentario:“...cómo se presentarían estos problemas en la gestación de cine de ficción, cómo hacer un cine político sin hacer realismo socialista, tal vez a la manera de Pedro Costa, como quiere Rancière...” -pregunta-.
Aprovechamos para contestar porque son asuntos que nos hemos planteado. A algunos creemos que vamos dando respuesta y otros siguen abiertos como las incertidumbres propias de un camino no hecho.

“Cómo hacer un cine político sin hacer realismo socialista..." (en el siguiente comentario aclaraba nuestro interlocutor lo que entendíende por tal: un realismo social ingenuo, pedagógico, de una supuesta minoría iluminada que le "conduce" de algún modo al pueblo...”

Para comenzar a responder, podemos aclarar que en nuestro caso, hemos ubicado lo político fuera de la representación para que luego repercuta en ella y la impregne. Lo político,así entendido, tiene que ver con el dispositivo que crea lo cinematográfico, sean secuencias, documentos transitorios, películas o, hacia el largo plazo, una filmografía. Lo político y lo real del cine que buscamos tiene que ver estrictamente con la desaparición de la propiedad productiva de “los cineastas y profesionales con su saber técnico-estético” (que siempre termina siendo político y económico) en favor de la aparición de un sujeto colectivo que se apropia de todo el proceso. Lo político entendido como la intervención de las personas que empiezan a ser parte del proceso fílmico participando en la toma de decisiones, sean éstas de la índole que sean. Lo político como la apropiación del cine por parte de esas personas cualquiera, las personas “no cineastas” con las que elegimos trabajar.
Eso es en principio el “criterio metodológico por razones políticas” del que hablamos a veces, la intención primera, el motor con el que arrancamos. Por tanto, no partimos de una postura frente a la representación a alcanzar en su materialidad como imágenes y sonidos, sino al hecho que le antecede: ¿quiénes y cómo fabrican esas imágenes?.
El camino que siguió Pedro Costa, por ejemplo, y que el o la lectora menciona, desde nuestro punto de vista, abre cuestiones fundamentales pero desatiende otras que son, a nuestro entender, también fundamentales para un cine crítico acorde a nuestro tiempo. Abre, con una valentía enorme, los procesos habituales de rodaje porque rompe con la realización industrial (de la que Costa venía), arrastrado por el interés humano (a la vez que cinematográfico) que le despiertan algunas personas del barrio Fontainha en destrucción. Eso lo lleva a la reducción de su equipo eligiendo su sola y pequeña panasonnic como medio para el rodaje. Con ello comienza un camino obstinado de inmersión e involucramiento personal con Vanda (su personaje), su cuarto como escenario y, a la vez, con otras personas de su entorno.
No podemos explayarnos aquí, pero ese gesto, nada simple, llevado por un interés de cineasta que tiene una intuición de cine, abre mucha reflexión porque logra acercar lo cinematográfico al punto de una convivencia humana, lo cotidianiza hasta convertirlo en una especie de cámara testigo que va registrando cosas de la vida, para luego reflexionar sobre ellas en el montaje. En definitiva, lo interesante es: un realizador, una cámara pequeña, la voluntad y el coraje de abordar un trabajo de grabación de muchas horas diarias durante largo tiempo, la demostración de que es posible un cine de calidad formal y estética con tan pocos medios, mucho trabajo en terreno y mucho trabajo de postproducción. Habría mucho más que decir, por supuesto.
Pero, al mismo tiempo, el asunto fundamental que deja fuera Costa es toda la potencia de la dimensión colectiva en su forma de producir que se reduce a su interacción con esas personas que protagonizarán progresivamente su película. No es poco... Pero siempre es “la película de Pedro Costa". Lo social colectivo, sencillamente, no le interesa (así lo manifestaba el año pasado en una charla que le escuchamos en Madrid ), no cree en “eso colectivo”, decía, como sospechando del término con cierta razón pero sin explicitar más nada. Sigue siendo, entonces, un realizador que a la vez que libera a su cine de varios procesos, como la guionización directiva, el control del dispositivo fílmico, la tiranía de los medios de más presupuesto, el sometimiento de unas vidas a las directrices de un o unos profesionales, etc, pues se mantiene al margen de cualquier motivación política más amplia, aunque su gesto esté plagado de “lo político”.
Entonces, para nosotros, el problema político del cine, no pasa, justamente por un cine de contenidos explícitamente de conflictividad social, etc, como es el caso del cine militante, ni de realismo socialista tal como lo entiende la o el lector que nos escribe: un cine hecho por un aparato de poder que financia a sus cineastas para concientizar a la población sobre su visión del mundo (dicho burdamente). Pero tampoco pasa el asunto político por la eficacia de una representación que se aleja de la narratividad y los discursos dominantes hecho por cineastas o aparatos corporativos, sean estos comerciales o altamente críticos, da lo mismo. Lo político no pasa solamente por que "los profesionales" logren una obra perturbadora que conmueva la conciencia y el estado emocional de los espectadores por romper con la narrativa dominante. No sabemos si a esto se refería el o la lectora al mencionar la postura crítica de Rancière que reivindica para el cine la verdad de lo sensible como lugar de subversión por encima de la racionalidad de la intriga de lo narrativo. (Tampoco conocemos la obra de Rancière en profundidad).
Lo hemos dicho en otras ocasiones, lo político del cine es que cree y provoque organización social crítica a través de su construcción y para su creación. Una vez ubicados en este camino, la estética dominante se vuelve interrogante a explorar y salta por los aires, porque ya no se trata de un grupo de profesionales con sus saberes aprendidos y sus técnicas de producción quienes hacen cine, sino personas cualquiera, (personas “sin parte, con capacidades cualquiera”, que le leíamos alguna vez al mismo Rancière en una entrevista). Justamente, es lo formal del cine hecho por cineastas lo que se pone en crisis al trabajar de esta manera. Y este es el territorio de lo imaginario-político en donde nos interesa trabajar.
Por ser prácticos y plantear un ejemplo. Estamos planificando una próxima secuencia en la casa de una señora mayor que se ofreció en una reunión para ser grabada. La pregunta con la que queremos abordar el trabajo no es ¿qué y cómo grabaremos a la señora?, el asunto es abordar el imaginario de la señora sobre sí misma, posiblemente colonizado por formatos hegemónicos televisivos y cinematográficos que ha visto y preguntarle ¿cómo quiere ser grabada?,¿qué asuntos de su vida quiere que representemos?,¿qué rincones de su casa,de su vida cotidiana quiere mostrar y representar?,¿desde dónde y por qué quisiera mostrarlos a otros y otras vecinas?. Y si tenemos disposición suficiente de tiempo, preferiríamos mostrarle lo grabado y sentarnos a debatir con ella las secuencias que considere más oportunas para su representación. Todo esto, en la práctica, se puede volver muy complejo o muy simple. Nos han pasado las dos cosas. Pero son procedimientos que marcan una diferencia de operatividad sustancial. Hemos desplazado voluntariamente el origen de una secuencia o un film, desde la cabeza de los cineastas (con sus saberes y su imaginario) a la cabeza de las personas cualquiera (con sus saberes y su imaginario).
Lo político es también el gesto de usar el cine como servicio a personas y grupos y no como imposición de quienes dominan su hacer.
Finalmente, quien nos hizo los comentarios preguntaba acerca de ...cómo se presentarían estos problemas en la gestación de cine de ficción.
Pues, creemos que nos acercamos a la respuesta si decimos que para nosotros, la pregunta clave es ¿la ficción de quién?. Si hablamos de ficción (si lo planteamos en términos de un cine planificado, de mayor premeditación en su construcción), la ficción que nos interesa planificar si se da el caso, no es la que nosotros, como cineastas podemos imaginar sino la que las “personas cualquiera” elijan imaginar y quieran realizar. Todos tenemos imágenes, sonidos e historias en la cabeza. Los problemas de la ficción de un director que planifica su película sobre sus propias ideas desarrolladas en un guión o una sinopsis de película, son los mismos que podemos llegar a tener nosotros una vez obtenemos la respuesta de las “personas cualquiera” que nos dicen lo que imaginarían para una película, de ellas o de asuntos de su entorno. El criterio político de realización sinautoral, de desaparición de los profesionales como propietarios totales del film, es lo que nos libera de la esclavitud y el eterno debate de cómo plantearnos (nosotros, los cineastas) lo político en un film como punto de arranque.
Si la necesidad de este asunto de “lo político” en el cine lo trasladamos de la representación a la forma de producción, quizá sea, para la crítica acostumbrada a debatir sobre films y no sobre el sistema de producción de una película, desconcertante aunque a nosotros nos está dando una clave de lectura diferente incluso en el análisis de los films. Haciendo este gesto de desparición autoral de la propiedad particular de cineastas a la propiedad colectiva-crítica de "personas no cineastas" creemos que nos acercamos a crear un vacío de lo político en la producción de un film, para impregnar todo el film de lo político.

domingo, 21 de marzo de 2010

Notas sobre la ambigüedad política y las trampas del montaje cinematográfico.


La semana pasada mencionábamos la entrevista donde Alexander Medvedkin comentaba asuntos del cine tren.
La frase que seguía a la que citamos en esa ocasión es la siguiente: "A menudo usábamos la sátira en nuestro trabajo. Encontrábamos la cara divertida de una mala organización, de la incompetencia y el alcoholismo. A la larga, la risa se convirtió en una de nuestras mejores armas".
Nos gustaría compartir algo significativo que nos ha ocurrido con el montaje de una secuencia sobre la grabación del Carnaval que organizaron varias asociaciones de Tetuán y que nosotros acudimos a grabar.
Dada una serie de dificultades de organización, el Carnaval se llevó a cabo con algunos momentos muertos, con confusión sobre las cosas planificadas, con algunas pérdidas de tiempo y descontrol, típicos de este tipo de eventos. A la vez se vivió con mucho entusiasmo y algarabía.
Cuando montamos la escena para devolverla al grupo de la Asociación, utilizamos casi automáticamente ciertos elementos de montaje que nos son habituales. Dado que trabajamos con una sola cámara tuvimos que forzar el material para obtener algunos resultados.Comenzamos a buscar determinados hilos de acción, rompimos el tiempo para encadenar gestos y actitudes desplazándolos de un sitio a otro buscando mayor efectividad, intercambiamos planos ocurridos en momentos diferentes para enlazar o acelerar acciones, colocamos fundidos que dieran otra noción de tiempo y así transformamos aquellos brutos, en una secuencia continua de 15 minutos de unos hechos que se desarrollaron en poco más de dos horas.
Queríamos reflejar el entusiasmo que los y las protagonistas parecían haber vivido haciendo una especie de resumen efectivo de lo que teníamos grabado. Como montadores nos quedamos satisfechos después de batallar con un material caótico porque habíamos obtenido sobre todo continuidad y dinamismo en la secuencia.
Al ver el trabajo con otros dos compañeros que ya conocen este tipo de eventos, vimos que podía ser una oportunidad para plantear un poco de debate sobre el contenido de lo popular de este tipo de manifestaciones y de ciertos eslóganes, intenciones, discursos y lugares comunes que se originaron allí, en un acontecimiento que pretendía ser una alternativa al carnaval oficial del Ayuntamiento de Madrid.
Al final, cuando otra compañera que no había participado en el Carnaval lo vio, la tarde anterior al visionado, se quedó con la impresión de que aquello había sido una buenísima y animada fiesta donde todo había salido muy bien y dónde lamentaba no haber estado.
Nos dimos cuenta de que las operaciones del montaje nos habían jugado una mala pasada. Si realmente teníamos intenciones de llevar a debate algunos asuntos, las imágenes que construimos, no solo no conflictuaban ese tipo de asuntos como para facilitar la discusión, sino que crearon una falsa imagen de lo que ocurrió. Mientras en la realidad hubo desconcierto organizativo, en nuestro montaje había orden y eficacia; mientras en la realidad habían tiempos de dispersión y confusión, en nuestro montaje había continuidad; mientras en la realidad había habido cierto ausentismo y temores dado que no había permiso para realizar la marcha, en nuestro montaje todo era fluidez y algarabía; mientras en la realidad era la hora y nadie había llegado aún al lugar y se temía que no se hiciera, en nuestro montaje había un arranque calmo, lleno de primeros planos de máscaras, caras pintadas, saltos, gritos y un montón de personas ya agrupadas para partir con plena seguridad hacia los puntos fijados.
¿Qué diablos habíamos montado entonces como reflejo del “Carnaval Popular” al que habíamos asistido? Nos preguntamos.
El montaje es siempre la manipulación de bloques de tiempo, de espacio y de acciones. No cabe duda. Puede contar lo que queramos. Partimos de este hecho. Pero en nuestro caso, el fallo consistió en la pasividad tanto del registro como del montaje. Fuimos y montamos si una postura clara de para qué elaborar esa secuencia. Si queríamos aproximarnos a la realidad para discutir sobre ella, deberíamos haber montado también los conflictos, la desazón, las esperas, los momentos en que no funcionaba la música y muchas otras cosas que también ocurrieron. Nos faltó honestidad y claridad política a la hora de grabar y de montar.
La microscopía del lenguaje cinematográfico nos enseña una ingeniería peligrosa que puede traicionarnos y puede hacer funcionar un material por sí mismo utilizándonos como intermediarios técnicos de una ideología que no es la nuestra si no tenemos una postura política clara.
Ocultamos una parte de la realidad conflictiva llevados por las técnicas habituales de manipulación de un material audiovisual, pensado posiblemente para un espectador tipo al que se debe mantener atento, expectante, entretenido.
Días después fue que nos encontramos con la frase de Medvedkin que citábamos al principio sobre el uso de la sátira en sus trabajos del cine tren. Nos llamó la atención porque veíamos en aquel comentario, la autoridad de quien tiene una intención política clara y no la oculta. Según su testimonio querían poner de manifiesto ciertos asuntos para crear la discusión y no titubeaban en mostrarlos. Nosotros, en cambio, buscábamos efectividad temporal y continuidad de acción cayendo en la ideología de la seducción del espectador.
Esa ingeniería, aplicada sin una actitud o una intencionalidad política, parece que puede funcionar sola y dinamizar un material de una manera, quizá hasta contraria a nuestras pretensiones. Son los hábitos aprendidos de la ideología del montaje cuando se pierde la función política, esa cosa que en el cine y en el arte en general da tanto nervio postmoderno nombrar: la postura política del creador.
Todo el cine tiene intencionalidad política. Cuando se pierde aquella vieja pregunta que comenzó a minar el trabajo de Jorge Sanjinés en 1960: ¿para quiénes íbamos a hacer cine? ,que también supuso luego ¿cómo lo hacemos? el Relato que sigue en sus textos nos sigue desafiando: “Cuando salíamos a las calles de la ciudad o a recorrer los caminos polvorientos del altiplano en busca de imágenes, y con la mirada abierta... chocábamos con una verdad despiadada e innegable: el dolor del pueblo, las diferencias, los terribles contrastes. En fin, era la verdadera Bolivia que nos comenzaba a doler y a mirar ella a través de nuestros propios ojos. Pero veíamos también la decisión de nuestro pueblo de liberarse, su capacidad de organización, su experiencia combativa, su coraje y dignidad. Por lo tanto la respuesta a esa pregunta capital no se hizo esperar y decidimos hacer un cine dirigido al pueblo boliviano, un cine que le fuera útil, que le sirviera. Así nació el Grupo Ukamau con un propósito claro de cumplir una tarea social que a medida que se fue profundizando tuvo que adquirir los contornos de una tarea política.”
Obviamente que no nos vamos a inventar ahora, anacrónicamente, un pueblo sufriente en mitad de Madrid como el boliviano, pero sí nos cuestiona la fibra de la actitud política. ¿Para quién y cómo estamos trabajando? ¿Para qué devolvemos las imágenes? ¿Cuál es nuestra posición política en cada momento? Para desaparecer como autores, hay que tener claro qué discurso y postura tenemos frente a los hechos.
Siempre que adjuntamos lo político a la palabra cine, o hablamos de función social, o función política, parece invadirnos un no sé qué fantasma venido del más allá del capital y el más acá de la historiografía y la crítica cinematográfica dominante que se han empecinado en ubicar lo político del cine en un casillero aparte como si gastar 50 millones de euros en financiar las neurosis narrativas de un director no fuera un asunto escandalosamente político y no cumpliera una función social precisa y estratégica de distracción política.
Por eso nuestro error de montaje nos hace pensar en nuestra actitud de atención permanente a lo político, nos pone alerta. No estamos haciendo cine para contar ambigua y decorativamente los hechos. La postura política tiene que ver con la voluntad de incidencia y de intervención en lo social y es la que determina el hecho narrativo, formal y estético de un montaje. Para desaparecer como dispositivo autoral primero tenemos que manifestarnos como tal, exponiéndonos en nuestras intenciones en el material que presentamos a la gente, para transformarlo colectivamente en otra cosa que nos represente mejor y nos conmueva una vez más para la reacción y la organización social en torno al hecho cinematográfico.

domingo, 14 de marzo de 2010

El rodaje como causa organizativa. De como nos nace la necesidad de asaltar, cinematográficamente, un barrio.



En el reportaje a Alexander Medvedkin del film El tren en marcha que realizó Chris Marker en 1971, el director ruso cuenta en qué consistió y cuáles fueron muchos de los hallazgos de aquella casi única experiencia en la historia del cine del llamado “cine tren”. No sabemos si los historiadores ubican otros casos como este y que no tengan que ver con él, pero evidentemente, Medvedkin, marcó un hito cinematográfico al que siempre volvemos cuando se trata de encontrar una práctica ya no solo a contra corriente de la cinematografía hegemónica, sino también, la de un cine como servicio social y político. Es posible que sus películas no nos impacten demasiado hoy, pero lo curioso es que su experiencia posiblemente haya trascendido a sus films como piezas aisladas.
En dicho monólogo, luego de narrar la manera en que un grupo de trabajadores logró cambiar unas malas prácticas en la fabricación de vagones frente a un grupo de ingenieros, gracias a que algunos films de Medvedkin evidenciaban aquellas malas prácticas, dice:
"El cine no era solo un medio de entretenimiento, un medio para despertar emociones artísticas sino que también era un arma poderosa que podría reconstruir fábricas. No solo fábricas sino que podía ayudar a reconstruir el mundo. Las películas en manos del pueblo eran una arma fantástica que nos llenaban de energía renovadora y gracias a aquella experiencia supimos que podíamos seguir adelante".
El cine tren fue una experiencia de 1932, cuando apenas comenzaba a existir el cine sonoro. Y si bien hoy, obviamente no nos sorprende un material que muestre con cierto didactismo unos problemas de producción, parece increíble, que el cine, en muy pocas ocasiones, provoque, por su manera de producirse y exhibirse, organización social aparte de la de sus profesionales o la de las redes de espectadores creadas a base de estrategias de marketing. Cuando se trata de rodajes de mediana o gran producción en un lugar específico, el arribo del equipo de profesionales provoca conmoción en la gente del lugar, pero raras veces organización social que no se esfume con el rodaje.
Con el tiempo se nos ha hecho evidente que para la utilización del cine como provocación y causa de organización social es necesaria una meditada y precisa desactivación del cine tal cual lo conocemos pero a medida que avanzamos vamos viendo las dificultades que supone tal desprogramación de sus piezas en busca de hacerle producir otros frutos.
Hemos hablado otras veces, por ejemplo, de quitar la pieza “espectador”, darle muerte y abrir la posibilidad de que se transforme en coproductor y que lo haga colectivamente.
Justo este último viernes, tuvimos una segunda sesión de visionado sobre tres secuencias que grabamos en nuestro barrio de Tetuán. El grupo espectador-productor que interviene los documentos que exponemos lo sigue haciendo con entusiasmo. Pero una de las cosas que preocupaban en la sesión era esa indiferencia social que existe siempre sobre las actividades culturales y en nuestro caso sobre los visionados. Lo normal. La apatía.
Nosotros hemos disuelto al espectador y nos hemos constituido como cineastas sin público aunque exhibimos fragmentos transitorios de la realidad en forma de documentos fílmicos para quien quiera verlos. Como hormigas con cámaras nos hemos empezado a meter por casas, calles, mercados, para registrar pequeños trozos de la realidad de la mano de sus protagonistas. Nos llevan o nos invitan a grabar lo que viven diariamente, o un episodio excepcional, o unos sitios significativos.
Todavía estamos en los tímidos inicios de involucrarnos con un barrio inmenso y muy variopinto. Lentamente, el hecho de haber anunciado un proceso cinematográfico provoca conexiones de gente y grupos, aunque aún con la timidez de una actividad más que se desarrolla en mitad de la saturación de eventos de una ciudad como Madrid.
Pero en el fondo, aunque por mucho tiempo sigamos esta aproximación de grabar rasgos de cotidianidad con los que armamos las secuencias, buscamos un nervio social mayor. Tenemos delante el desafío de cualquier acción social que no despierta interés en el entorno. No lo buscamos en nuestra estrategia actual. Las secuencias que creamos nos van dando un conocimiento inicial, un acercamiento, una aproximación progresiva, a personas, escenarios y situaciones. Sin embargo, nos empieza a latir un pálpito: posiblemente será necesario que dentro de un tiempo haya que hacer un asalto al barrio en toda regla.
Creemos que hay que intentar acciones con las estrategias del Viejo Cine cuando llega con sus despliegues técnico-espectaculares a un lugar y causa conmoción, curiosidad y admiración. Solo que nuestro despliegue queremos que sea más estratégico-organizativo que espectacular y más que causar conmoción admirativa desearíamos causar reacción organizativa. Planificar un "rodaje" de varias semanas intensivas como interrupción barrial en varios lugares, en diferentes casas, centros, mercados e instituciones; trabajarlo meticulosamente casi puerta a puerta entrando progresivamente al vecindario, desplegar afiches, información, material previo editado con las secuencias editadas. Utilizar el Rodaje como estrategia de intervención social que provoque un poco más de organización en torno a lo cinematográfico, es una oportunidad que debemos explorar. Si un barrio puede organizarse para sus fiestas populares por qué no podría hacerlo para el rodaje de su propio film, como una “fiesta en pos de su propia representación”. Estamos aún lejos, lo sabemos, pero la propia inmersión nos pone exigencias que es bueno aceptar como desafíos.
Sabemos de todos estos asuntos que corroen permanentemente las actividades culturales y militantes, que desgastan y queman, que desaniman y frustran pero tenemos antecedentes más actuales que nos hacen pensar que la llama de un cine medvedkiano es más posible hoy.
Edgar Morin, uno de los fundadores del Cinéma Verité, hablaba así en una entrevista de 1966 sobre la aparición de ese tercer cine con cuyas palabras nos sentimos identificados: "Le cinéma verité es medio de interrogación, es por eso que avanza con el micro en la mano, es un medio de comunicación y por eso busca el diálogo. Por supuesto, hay miles de problemas, miles de dificultades...
Rosselini tiene una fórmula admirable -seguía Morin- cuando habla de realizador en búsqueda de autor. Es verdad, en el mundo cotidiano cada vida sufre coacciones, rutinas, sufre el peso de las costumbres y, entonces, el cinéma verité busca seres humanos que, por lo menos un instante, fuesen delante de la cámara los autores de su propia existencia".

Nosotros estamos haciendo un camino lleno de interrogantes. También somos realizadores y realizadoras en busca de autor, pero en nuestro caso, de un autor colectivo. Y somos conscientes de haber tomado una especie de atajo por suicidio autoral, por nuestra desaparición planificada dentro de un proceso de realización y esto nos abre a un campo de actuación algo inédito. Tan conscientes como de que de un acto semejante a veces no se vuelve, ni se sale exitosamente. Pero hemos elegido correr el riesgo por simple instinto político. No debe ser tan difícil asaltar cinematográficamente un barrio. La única dificultad es que posiblemente nos lleve unos cuantos años de conspiración. Habrá que romper el tiempo de nuestra ansiedad. Veremos. Después de todo, si hay algo que sabe hacer el cine desde siempre, es justamente inventarse el tiempo.

domingo, 7 de marzo de 2010

La emoción en el mercado audiovisual y la creación del campo emocional en el montaje popular cinematográfico.


Alguna vez decíamos que nuestra manera de ver y oír ha sido colonizada progresivamente por un imperialismo audiovisual que primero se desarrolló externo a nosotros, conquistando a un espectador que estuvo fascinado por años con el invento cine, con unas imágenes que le envolvían pero seguían estando fuera de él y a las que solo, pagando, podía acceder.
Luego, ese imperialismo audiovisual fue conquistando ya no el terreno de los sentidos audiovisuales sino el terreno de los afectos y sentimientos, de nuestra propia percepción del mundo, instalándonos su propia manera de sentir, de amar, de relacionarnos, de estar en la sociedad de la que somos parte.
Y siempre haciéndolo en la vieja dinámica de unos grupos minoritarios productores y una mayoría perceptora pasiva de la que el arte en general y el cine en particular no terminan de escapar ni parecen buscarlo.
Da la impresión de que nada cambia más allá de la impresionante tecnología.
Hace unas semanas los responsables de la Sony presentaron en España Heavy Rain, el primer video juego, dicen, con una fuerte connotación cinematográfica, un drama emocional con actores y actrices virtuales provenientes de otros reales a quienes les fueron capturadas sus expresiones y movimientos con tecnología “motion capture” que al parecer solo ha sido utilizada en Avatar.
“La única diferencia con una película es que el jugador tomará las decisiones por los personajes (casi todas: desde las más serias a lo más cotidiano, como abrir una puerta o ducharse) y, con ello, el desenlace final”.
El cambio, que dicen sustancial, consiste en la introducción de la posibilidad para el usuario de determinar con el mando de su consola, ya no solamente el territorio de lo físico (saltar, correr, pelear, disparar) sino, ahora el territorio de las emociones, reacciones, la interioridad de los personajes.
Suponemos que los programadores del videojuego-film habrán tomado las precauciones suficientes como para impedir que el usuario modifique los sentimientos de los personajes hasta tal punto que pueda convertirlos en miembros rabiosos de alguna banda terrorista y convertir el suspenso del crimen (es un thriller) en una conspiración contra el gobierno socialista español. No lo sabemos, la verdad. No tenemos tiempo para jugar y comprobar si esto puede ser posible en un juego de suspense.
Lo cierto es que tanta novedad nos trae a la memoria giros que no hacen más que repetirse cada vez que avanza la tecnología. La historia oficial cuenta que el cine, que pivotaba en sus primeras décadas sobre la acción, la épica, las praderas y las cabalgatas de los westerns; en un momento dado, bajo la tutela de Cecil B. de Mille (uno de los más importantes constructores del imperio comercial de Hollywood), comenzó a bucear un nuevo campo de acción: el de los sentimientos y las motivaciones internas. De Mille también puso en práctica elementos como el uso de la luz artificial, iluminación angulada, siluetas, sombras no meramente naturalistas sino simbólicas que por primera vez se veían empleadas en el cine. La aceptación de su ciclo de “comedias matrimoniales”, dicen que reveló la mutación del público norteamericano desde 1918, formado sobre todo por la burguesía de las ciudades.
Que el territorio de los videojuegos luego de pasarse años permitiendo al usuario solamente tirar tiros, correr carreras, matar enemigos, saltar y ametrallar delirantemente a cuanto personaje se le plante en el escenario virtual, de repente se detenga y compruebe que tecnológicamente ya le es posible permitir al usuario-jugador interactuar con lo emocional, con el interior de los personajes virtuales, pues es un hallazgo magnífico a nivel del potencial comercial. A la caza de un público adulto, como dicen, ya pueden enganchar más población al autismo (autismo compartido vale igual) de las consolas. No hemos buscado las cifras del Heavy Rain pero sabemos que los presupuestos más elevados en videojuegos rondan entre los 45 y 100 millones de euros.
Y así va el viejo cine que parece fundirse con las técnicas virtuales de los videojuegos y buscar su refugio (rentabilidad) a años luz de la realidad. Si había un contacto con la realidad humana en los cuerpos de los actores, este desprendimiento de su alma actoral al universo de lo virtual manipulable, significa también la fuga de las cámaras al más allá digital y de los escenarios de ordenador.
Mientras tanto, en este territorio de la “nada cinematográfica” en que decidimos desterrarnos (la realidad social), y en el intento de llevar el montaje al terreno de lo público, también comprobamos tanto el campo de colonización como el de las emociones de las que hablamos. Hemos grabado, llevados por las sugerencias que nos hicieran las personas de Tetuán, unas cuantas secuencias impregnadas de muchos estilos: ficción doméstica, cine directo, reportaje robado, reportaje admitido, retratos de todo tipo, voces para utilizarlas en off. Una de las cuestiones relevantes del ejercicio de inmersión de un cineasta parece ser el desnudar y tener que revelar toda su intimidad fílmica, sus gustos heredados de cómo filmar la realidad y como montar el material luego. Registramos según el cine que hemos visto y analizado, y lo liberador ocurre cuando sometemos nuestros montajes transitorios al terreno de la opinión grupal de no-cineastas, de personas cualquiera. La pregunta ante tantas formas de grabar y de montar, se hace evidente ¿por qué grabamos así y por qué montamos así? La respuesta es sencilla: porque son los gustos autorales con los que nos regocijamos, cosa perfectamente lícita por otra parte. Pero el paso de estas preferencias individuales al terreno de lo común, tiene también un componente afectivo, emocional. Uno de los criterios es que debemos explicar por qué preferimos grabar en un carnaval a unas personas y no a otras. Por qué elegimos tantos primeros planos y menos colectivos o a la inversa. Por qué suspendemos una foto y le dejamos música con una clara intención de conmover. Por qué mezclamos secuencias que en principio no tienen nada que ver. Por qué hemos retocado el color de la imagen...Todas esas decisiones que un profesional del cine toma por sus propios gustos sin más disputa que consigo mismo, de repente, a nosotros (sometidos a la opinión abierta de quienes no solo han sugerido la secuencia sino que en algunos casos la han protagonizado) nos vuelve positivamente vulnerables. Damos las razones de nuestras decisiones y al tiempo de debate planteamos ¿cómo lo haríamos según otros gustos y otras preferencias? Y este suspenso es también el territorio de lo emocional, de la relación en busca de una representación, del juego de poder en la opinión, de los sentimientos y confesiones.

Quienes hacen cine saben muy bien que una película es una experiencia emocional fuerte para el equipo que la realiza, que el campo fílmico de producción es un terreno colmado de tensiones, amores, luchas, empujes, competiciones, protagonismos.

El montaje popular, colectivizado, compartido críticamente, cuando el gesto del suicidio autoral es eficaz, es justamente lo que trae como efecto: la creación de otro campo emocional distinto que hace estallar la dinámica del cineasta que exhibe y el público que contempla pasivamente. El viejo cine, estalla ahí, justamente, en el terreno de los gestos, de la confrontación, de la vida, en su práctica. Estalla cuando se rompe esa falsa diferenciación social del cineasta y el público y se despierta la actitud creativa común.
Así que, en eso andamos en nuestra "nada cinematográfica". A muchísimos años luz del terreno espectacular y virtual de las aparentes nuevas posibilidades de un video-juego de millones de euros donde al entretenimiento de siempre se le agrega unas migas de interactividad emocional.
El gesto es familiar: había un oficio dramático. El capitalismo audiovisual consigue extraerles limpiamente, como si de un traje se tratara, la esencia de su trabajo: sus gestos y su apariencia. Y no para algún alto fin sino para seguir enganchándonos a sus mismos cuentos de siempre. Esperemos que este vicio no se extienda a la sociedad en general y de repente veamos succionados nuestros gestos y comercializados en algún videojuego. Pero no vamos a escandalizarnos tampoco, después de todo, el capitalismo es el juego más macabro que jamás hayamos podido inventar.